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Monday, July 30, 2012

El antimuseo



Hace poco más de dos semanas, durante una de las frecuentes visitas que hago a mi hija, que reside en Filadelfia, tuve la oportunidad de visitar el recién abierto recinto que ahora alberga a la Fundación Barnes. El hecho de que haya finalmente podido ver esta extraordinaria colección en el lugar en el cual ahora está situada, puede que sea el resultado de una traición, o más bien de una colisión entre intereses artísticos, económicos y políticos. Una lucha por el poder y su control.


Albert Barnes (1872-1951), creció en los barrios pobres de Filadelfia. Su padre fue carnicero y perdió un brazo durante la Guerra Civil, su madre, una metodista devota, lo llevaba con asiduidad a las iglesias afroamericanas del área. Boxeó y jugó béisbol semiprofesional para pagar sus estudios universitarios, graduándose finalmente de médico en la prestigiosa University of Pennsylvania. Se dedicó a la farmacéutica y estableció una fábrica de producción e investigación, en la cual empezó a mostrar su obsesión por la educación y de las ocho horas de trabajo dedicaba una para que los obreros estudiaran. Fue además uno de los primeros empresarios en tener una fuerza de trabajo mixta, incluyendo tanto a blancos como a negros. En 1899 desarrolló el Argirol, que en su momento se usaba para el tratamiento de la gonorrea y la ceguera que esta producía, que era entonces el mal du siécle.


Con los millones que el negocio le proporcionaba, desde 1910 comenzó a nutrir su otra inquietud: el estudio y la colección de arte. Pero Barnes no era un coleccionista cualquiera, era un hombre con una visión artística propia que detestaba lo convencional y que apostaba por la vanguardia. En 1912 se hizo amigo de Leo y Gertrude Stein, en cuya casa tuvo la oportunidad de conocer personalmente a Matisse y a Picasso y de ponerse en contacto con la obra de Soutine, Modigliani, de Chirico y muchos otros. Por supuesto, comenzó a comprar a precios risibles.


En 1922 estableció la Fundación Barnes y al año siguiente hizo una exhibición pública de la misma. La prensa, los críticos de arte y los aristócratas esnobs se burlaron de él y ridiculizaron sus posesiones. Las autoridades médicas de la época calificaron su colección como de “arte de mentes enfermas”. Enfurecido, Barnes declaró guerra total y permanente a todas las instituciones artísticas de Filadelfia y de los Estados Unidos en general. En 1925 ubicó su colección en una casa situada en un suburbio residencial de la ciudad llamado Merion, en donde estuvo hasta el año pasado. Redactó unos estatutos que prohibían mover su colección de donde estaba, no permitía que se prestaran sus cuadros ni que se hicieran exhibiciones públicas y estableció que se convertiría en una institución didáctica para los interesados en carreras artísticas, con entrada limitada al público general. Contrató personal para dar clases de arte y de historia del arte y él decidía quién y cuándo podía entrar.


Barnes era un hombre soberbio y difícil de tratar, embebido en sus causas. Le negó la entrada a T.S. Eliot y a James Michener porque no estaba de acuerdo con sus ideas políticas y sacó a Bertrand Russell de la miseria en momentos en los cuales le fue negada la posibilidad de enseñar en la University of Pennsylvania y en el Museo de Arte de Filadelfia y lo contrató por cinco años para que enseñara filosofía en la fundación. La relación con Russell se rompió porque se dice que la esposa de este exigía que se le llamara “Lady Russell” y al anti-aristócrata de Barnes esto le cayó mal y se lo comunicó a Russell, quien por supuesto se puso del lado de su mujer. Barnes murió en un accidente automovilístico en 1951 y ahí comenzó la batalla por su legado.


No tuvo hijos y su mujer estaba más interesada en la jardinería que en la colección. Puso la fundación a cargo de Lincoln University, una pequeña universidad exclusivamente para afroamericanos, para evitar que el establecimiento político y artístico de la ciudad tuviera nada que ver con ella. Con los años, los mismos encargados de preservar los principios de Barnes empezaron a hacer cambios a los principios por él establecidos. Alegando falta de fondos, uno de sus regentes, el ambicioso académico y político Richard Glanton, quien fungió como presidente de la fundación y de la universidad en la década de los noventa, cerró temporalmente la mansión de Merion y llevó los cuadros de gira por Toronto, New York, Paris, Tokío, Washington y Munich. Finalmente permitió la entrada a la fundación de miembros de otras fundaciones artísticas con las cuales Barnes estuvo en guerra y al ampliarse el número de fideicomisarios, los miembros de Lincoln University quedaron en minoría y mas tarde fueron sobornados con una donación de cuarenta millones de dólares, hecha por el gobernador Ed Rendell para sostener a la maltrecha institución.


Luego comenzó la batalla final para trasladar la colección a un sitio en el centro de Filadelfia, en plena Benjamin Franklin Parkway, a lo largo de la cual también se encuentran el Museo de Arte de Filadelfia y el Museo Rodin. Los puristas crearon una organización que llamaron “Amigos de la Fundación Barnes” para mantener el museo en su lugar original. Los políticos y tres organizaciones caritativas dirigidas por archienemigos de Barnes maniobraron, con la excusa de traer el arte para el disfrute de todos, pero haciendo hincapié en los beneficios que tendría para el turismo y la economía de la ciudad, para que se trasladara a su nuevo lugar. La disputa está bien detallada en el excelente pero muy parcializado documental The Art of the Steal (2009), dirigido por Don Argott. Barnes siempre disputaba que el arte hay que mantenerlo bien alejado de los políticos y la razón le asiste, pero esta batalla la perdió.


Más allá de la politiquería y todas las batallas que giraron alrededor de la fundación, queda siempre el arte. Por su difícil acceso, nunca pude ir a la mansión de Merion pero el nuevo edificio respeta parte de la estructura externa de la antigua residencia y le es completamente fiel en su interior. Esto de museo solamente tiene la inevitable entrada, con los despachadores de boletos y las promociones de futuros programas y charlas. Una vez pasada esta antesala uno entra en un sitio completamente imprevisto. Las habitaciones son pequeñas, concediendo intimidad con las obras expuestas y a diferencia de los museos traidicionales, apenas hay espacios vacíos en las paredes. Barnes arregló las obras de acuerdo a sus criterios estéticos y no hay orden cronológico ni de ningún tipo. Un Matisse puede estar al lado de una cerradura medieval, encima de un mueble americano del siglo diecinueve, rodeado de esculturas africanas o etruscas y junto a un Tiziano. El concepto de Barnes era establecer un diseño espacial de acuerdo a colores, líneas y dimensiones. Los cuartos son en si mismos instalaciones artísticas y para ese propósito algunos cuadros pueden ser difíciles de apreciar, ya que puede que estén cercanos al techo. Este antimuseo en si mismo trasciende su propio contenido, que por si solo es valiosísimo, considerando que tiene 181 cuadros de Renoir, 60 de Matisse (entre ellos La Danse y Le Bonheur de Vivre), 44 de Picasso y la colección más grande de obras de Cezanne, incluyendo Les Joueurs des Cartes. Además de varios cuadros de Van Gogh, Tiziano, Tintoretto, El Greco, Miró, Soutine, Degas y muchos otros, tiene una de las colecciones de arte africano más completas del mundo. Hay un total de 2,500 obras en exposición.


Moverse de una habitación a la siguiente es una aventura en pos del asombro. Esta es la obra de un hombre con visión artística, un iconoclasta que ha creado una institución contra todas las instituciones. Visitar la Fundación Barnes es una experiencia inusitada, incapaz de ser reproducida, pero que invita a repetirse. Una vez dentro de sus salas, se puede uno olvidar de todo el asedio a la que fue sometida. Adentro, los políticos no cuentan.


Roberto Madrigal

Saturday, July 28, 2012

Postdata



Más allá de que sea verdad o mentira, es una excelente estrategia de los investigadores “concluir” que el español Angel Carromero, quien conducía el vehículo, es el responsable del accidente por conducir a exceso de velocidad, casi al doble de la velocidad permitida. Con ello, se le puede encausar por “homicidio involuntario” o cualquier otro cargo menor relacionado. Por lo tanto, para evitar la cárcel tendrá que arreglarse con el gobierno mediante algún tipo de convenio que por supuesto puede incluir su silencio o su aceptación de la versión oficial de los hechos. Supongo que cuando el turista sueco Jens Aron Modig, vea las barbas de su compañero arder, se aconsejará. Que me aclaren los leguleyos y quienes tengan conocimiento real de las leyes cubanas.


Roberto Madrigal

Monday, July 23, 2012

Accidente



Así fue como lo describió hoy el diario Granma resumiéndolo en 131 palabras. Solamente ofrecen los nombres y el lugar de nacimiento o la nacionalidad de los involucrados. No hay otra explicación. Ninguneo oficial a las víctimas. Lo de siempre.

Estos 53 años me han enseñado siempre a desconfiar de las autoridades cubanas.  Recelo es lo primero que siento por ellos. Es por crecer en un país en el cual el gobierno se otorga el patrimonio de las fuentes de información. No hay puntos de vista. Su versión es la única accesible y no puede cuestionarse. El resto se reduce a rumores.

Llama la atención que Oswaldo Payá haya muerto en compañía de otro disidente, Harold Cepero, y de dos jóvenes europeos que habían entrado al país como turistas pero cuyo propósito era bien distinto, mientras los cuatro se dirigían a Bayamo, ciudad situada en la provincia en la cual se originó el brote de cólera.  Al gobierno cubano no le gusta que le cuestionen sus estadísticas. Es también curioso que Payá tuvo un accidente en Rancho Boyeros, hace menos de un mes. Es extraño, pero no me extraña, que más de 24 horas después, los sobrevivientes no han emitido declaraciones a la prensa. Nadie investiga por qué en un carro alquilado, por supuesto que al gobierno, el conductor perdió el control del mismo. ¿Tendría un desperfecto? Nadie ha hablado de que el carro se esté analizando. Quizás solamente quisieron asustarlos y les salió mejor de lo que esperaban.

Es probable que nunca tengamos una respuesta adecuada a esas interrogantes, por lo que desafortunadamente, hay que guiarse por los instintos y por lo que se sabe que ha ganado el gobierno.

Raúl Castro vivió por 47 años a la sombra de su hermano mayor. Un genio delirante que apostaba a un lugar en la historia, a una imagen global. Un hombre imaginativo y carismático. A diferencia de su hermano, es obvio que a Raúl Castro no le interesa su lugar en la historia, sino mantenerse en el poder lo poco que le queda de vida. Es un hombre sin una célula imaginativa en su cuerpo, sin el menor carisma, pero eso sí, decidido a quitarse de encima todo lo que entorpezca su exitosa recta final. Zapata Tamayo, Laura Pollán y ahora Payá parecen componer un afiche sobre los límites de su tolerancia. Todos los disidentes están en la mirilla y el gatillo se aprieta cuando él decida. No cabalga la gesta, pero cuidado con sus gestos.

Lo que el gobierno ha ganado con esta muerte oficialmente accidental es quitarse de encima a un hombre dedicado a su causa. Un convencido practicante del civismo. Un individuo capaz de elaborar sus ideas con una coherencia y una lucidez que trascienden el marco nacional. Una figura con merecido reconocimiento internacional en altos centros de poder. Un verdadero protagonista sin ningún interés por el protagonismo. Alguien que hace tiempo pudo haber optado por el lucro y darle la espalda a aquel desastre, pero que siguió luchando por mera convicción. Un creyente religioso sin fanatismo. En fin, un verdadero peligro.


Roberto Madrigal

Sunday, July 15, 2012

La novela del batistato


Recorriendo hace unos días la librería Barnes and Noble de mi vecindario, cosa que hago a menudo más por mantener el hábito y tratar de encontrar algo inusitado, ya que casi todos los libros los compro por la internet, me tropiezo con un título: 1959: The Year Everything Changed, publicado en el año 2009 por la prestigiosa casa editorial John Wiley & Sons, y cuyo autor, Fred Kaplan es, según me entero por la contraportada, columnista de la revista Slate, contribuyente asiduo del New York Times y de New York Magazine, ganador del premio Pulitzer de periodismo y autor de un par de libros. Reviso el libro con rapidez y veo que el capítulo 12, titulado Euforia revolucionaria, está dedicado a Cuba.

Despierta mi curiosidad, decido sentarme a tomarme un café mientras leo dicho capítulo, para determinar si compro el libro. Todo comienza más o menos simplista pero tolerable, hasta que a la altura del tercer párrafo me tropiezo con la oración: “Batista había convertido a Cuba en una sucursal de los Estados Unidos, concediendo términos favorables a las corporaciones americanas y permitiendo a los jefes mafiosos operar casinos y centros nocturnos”. Molesto, me detengo. No es la veracidad o falsedad de lo que dice lo que me molesta, sino su reduccionismo sumario de todo un período de nuestra historia. Esta sentencia se ha repetido hasta el cansancio a lo largo de cincuenta y tres años, promovida en parte por los gobernantes cubanos, porque sirve como punto de partida conveniente y justificador de todo lo que ocurre despúes. Es la idea básica que fundamenta la gesta y le concede su carácter independentista.

Inmediatamente paso a buscar las fuentes de información del autor para dicho capítulo y veo que no hay ni una referencia a un autor o periodista cubano. La mayor parte de las citas son a la biografía de Fidel Castro que escribió Tad Szulc.

La corriente del pensamiento me lleva de inmediato a otra cosa. Mucho se habla de “la novela de la Revolución”, pero nunca se ha hablado de la “novela del batistato”. Es en general, en la novela, realista o no, donde mejor se reflejan los hechos históricos. La ficción es una fuente de información más confiable que el más exhaustivo compendio histórico.

Cuba tiene una larga tradición novelística y de novelistas que han practicado el realismo social. Meza, Loveira, Montenegro, Serpa son algunos ejemplos. Los inicios de la república, los movimientos sociales de la década del treinta y la corrupción política y administrativa de los años cuarenta, están todos muy bien documentados en novelas cubanas. No soy, ni de lejos, un especialista, solamente un lector bastante informado e interesado. Reviso los libros de historia de la literatura cubana que poseo, entro en Google y navego por el espacio virtual. Al final, no encuentro ninguna novela, al menos de trascendencia, publicada en Cuba, por escritores cubanos, entre 1952 y 1959.

Dos grandes escritores publicaron novelas en este período. Alejo Carpentier sacó Los pasos perdidos en México en 1953 y publicó El acoso en Buenos Aires en 1956. Virgilio Piñera editó su primera novela La carne de René en 1952 y luego escribió Pequeñas maniobras en 1956. Ambas en Buenos Aires. Por supuesto Carpentier vivía entonces en Venezuela y Piñera en Argentina. La noche habanera de los cincuenta no hizo su entrada en la narrativa cubana hasta 1967, cuando se publicó en España Tres tristes tigres. Las crónicas del batistato comenzaron en 1960 con Bertillón 166, de José Soler Puig y a partir de ahí la mayoría de lo que se publicó en Cuba durante las décadas siguientes, en consonancia con la agenda oficial, fue una obra concentrada en la épica revolucionaria.

Nunca existió, en tiempo real, una narrativa del batistato. En aquella época, Cuba ocupó un lugar cimero en el desarrollo de las telenovelas y de la programación televisiva en general, pero la producción literaria fue casi nula. Me pregunto qué fue entonces de las editoriales cubanas y dónde estuvieron los escritores cubanos en esos años. Tarde me doy cuenta que ya es tarde. Este es un vacío ya imposible de superar, un lastre que ha dejado una imagen definitiva de nuestra historia, un silencio que nos revela.


Roberto Madrigal

Sunday, July 8, 2012

Regreso de un novelista

Muy a principios de siglo un amigo, que todavía vive en Cuba, me preguntó si tenía algún título en mente sobre libros publicados en Cuba para enviármelo con unos conocidos mutuos que regresaban de una visita a la isla. No se me ocurría nada, ya que tenía todo lo que me interesaba en aquel momento. Le dije que me enviara algo que representara lo mejor de lo que estaban escribiendo y publicando los escritores cubanos. Mi amigo, que aparte de ser muy culto es un lector riguroso, se sintió emplazado ante una tarea imposible. Una semana después, acompañados de una breve nota que decía mas o menos “esto es lo mejorcito de la década” , me llegaron Nunca antes habías visto el rojo, un excelente libro de relatos de José Manuel Prieto, y La falacia, una interesantísima noveleta de Gerardo Fernández Fe, una obra cargada de pesimismo y marginalismo, insólita entonces en la producción literaria de la isla.

De todos es conocida la trayectoria literaria seguida por Prieto, pero Fernández Fe se me fue del alcance de mi radar. Más de una década después llega a mis manos su segunda novela, El último día del estornino.

Imaginé, ahora lo sé, que Fernández Fe había seguido escribiendo durante todos estos años. Lei algunos trabajos suyos en distintos blogs del exilio. Supe que publicó una colección de ensayos titulada Cuerpo a diario, pero de narrativa nada.

El último día del estornino es una obra muy diferente y mucho más madura que La falacia. Su trama es aparentemente sencilla. Un hombre de cuarenta años, llamado Luis Mota, sale de ver en un cine caraqueño la película Rápido y furioso IV y un convulso estornino cae muerto ante sus pies. De ahí se dirige a la Biblioteca Pública Central, donde solicita tres libros dedicados a la ornitología pero al cabo de un rato la empleada le deja caer “un único libro de nombre que espanta al ya no tan joven Luis Mota, Mil mesetas: capitalismo y esquizofrenia (Editorial Pre-Textos 1988), de dos autores cuyos nombres no le dicen nada: Gilles Deleuze, Félix Guattari”. La empleada se excusa diciendo que ha habido problemas de inventario en la biblioteca. Hojeando el libro, Mota descubre que se le han extraído varias páginas y en el hueco formado alguien ha plantado un Colt .45. A partir de aquí, Mota escudriña los rostros y actitudes de algunos de los usuarios del recinto y comienza a desatar su imaginación. El resto de la novela consiste en situaciones y personajes que imagina Mota, quienes a su vez imaginan a otros personajes y situaciones y comienzan a escribir sus propios relatos.

Atrincherado en el dominio de la imaginación, como todo buen novelista debe hacer, Fernández Fe, a través de Mota, nos presenta una galería de personajes cuyo denominador común es vivir en tiempos de conflicto social. Son seres atrapados por la historia. La novela se mueve de Bosnia al Peloponeso, de Caracas a La Habana, atravesando Praga, todo con una transición que ocurre con fluidez y con la naturalidad que otorga el imaginario. Existe todo un dominó de referentes que van de Vin Diesel a Tony Soprano, de Lauren Bacall a Karel Gott, de Alexander Dubcek a Marcos Pérez Jiménez, sin olvidar a Hannah Montana, que crea un universo en el cual la coexistencia del pop con la “alta cultura” transcurre con naturalidad y cosmopolitismo. Sus personajes son serbios y checos desplazados, una exilada cubana aficionada al sexo con camioneros que la mueven primero por toda la isla y luego por toda Europa, unas parejas venezolanas y un aspirante a novelista.

A pesar de la fuerte referencia contextual de cada personaje, Fernández Fe los dibuja de una manera en la cual la Historia no afecta a la historia y los personajes tienen riqueza individual y trascienden sus límites geográficos y políticos. Es por eso que, aunque personalmente me agradó sobremanera la forma en la cual el autor, nacido en 1971, es capaz de relatar con autenticidad a los personajes que deambulaban en las noches de finales de los sesenta y hasta mediados de los setenta por el parque de la funeraria Rivero, en los cuales incluye a Benjamín Ferrera, Cachimba, Magallanes, Nicolás Lara, Sakuntala, Manolito Profundo y Ponciano, entre otros, todos personajes de carne y hueso, así como algunos sucesos de la época, como la abortada manifestación ante la embajada checa en La Habana en protesta por la invasión soviética, y cuya veracidad puedo atestiguar, lo cual añade placer a mi lectura, estoy seguro que ello no distrae al lector inadvertido y que la esencia de la narración puede capturarse sin necesidad de conocimiento previo. Ese es uno de los grandes logros de esta novela. El único personaje que no me parece bien concebido es el de Emperatriz Agüero, la madre de Luis Mota, un personaje excesivamente definido por su contexto político y social, trazado desde afuera, a partir de sus conductas, lo cual la convierte en un estereotipo que se hace notar más cuando se contrasta con la organicidad del resto de los personajes.

Aunque limpiamente delineado desde el descubrimiento de la pistola escondida en el libro, el final no es predecible y resuelve bien el curso de la narración, con naturalidad y sin imposiciones arbitrarias. Narrada en un estilo sofisticado, en el cual se pueden leer influencias bien digeridas de la escritura de Thomas Bernhard, de Carlos Fuentes y hasta de Louis Auchincloss, lo cual no implica que a Fernández Fe se le ven las costuras, todo lo contrario, ha creado un estilo propio, esta es una narración sobre la adaptación del ser humano a su circunstancia, lo que se deja ver en el símbolo del estornino, sobre el cual en un momento dado Luis Mota medita: “Los estorninos –admira curioso- tienen la capacidad de adaptarse al ambiente de las ciudades, logran sobrevivir en las grietas de los edificios…Se ha sabido que su capacidad para imitar todo tipo de sonidos se extiende incluso a las sirenas de las ambulancias”.  Fernández Fe imagina y medita sobre la condición humana con fina ironía y gran escepticismo, con el pesimismo de a quien le queda poco en que creer, pero con la sabiduría que concede la imaginación liberada.

Mas de diez años mediaron entre La falacia y El último día del estornino. Bienvenido el novelista en su regreso al género.
 
El último día del estornino (notas para una novela). Gerardo Fernández Fe. Viento Sur Editorial, Madrid 2011. 238 páginas.

Roberto Madrigal

Monday, July 2, 2012

Persistencia de unas memorias



Empecé a jugar ajedrez cuando estaba en sexto grado. Al cabo de un par de años comencé a jugar torneos organizados y a asistir a los torneos Capablanca In Memoriam. Por aquel entonces la mayoría de los jugadores destacados estaban entre los 35 y 40 años, pero dos jóvenes comenzaban a distinguirse. Eran Jesús Rodríguez y Silvino García. No eran nuestros ídolos, pero para los adolescentes de mi generación que nos dedicábamos a este juego, representaban lo que aspirábamos a ser. Silvino era el favorito de las autoridades, Jesús, unos cinco años mayor, resultaba más enigmático. Se hablaba poco de él en las revistas especializadas o en los periódicos. En aquel momento, su juego era más sólido y más pulido que el de Silvino. Era un jugador más maduro.

En 1966 no me perdía una ronda de la olimpiada de ajedrez que se celebró en La Habana. Jesús era el cuarto tablero del equipo. Una tarde de noviembre de ese año llegué tarde al torneo y subí de prisa la escalera que llevaba desde el lobby del hotel al Salón de Embajadores en el cual se celebraba el evento. Al llegar arriba casi me tropiezo con Jesús, que parecía salir del bar Las Cañas. Para mi sorpresa, se dirigió a mi con premura y me dijo: “Me hace falta que me hagas una media”. Nunca habíamos cruzado una palabra. Yo tenía solo 16 años, pero parecía mucho mayor. Inmediatamente entendí la proposición y asentí. En efecto, estaba en el bar con dos muchachas, una de ellas la que obviamente estaba con él y la otra una especie de chaperona, un poquito mayor y menos apetecible, pero atractiva. Nos fuimos para el Karachi y ahí la noche continuó sin percances. Agradable misión cumplida. A partir de ahí nos hicimos amigos.

Unas cuantas medias después, ya en 1967, comencé a ir casi todas las tardes a la redacción de la revista Jaque Mate, situada entonces en lo que debió ser el garage de la mansión que acababa de ser convertida en La Casa del Ajedrez, en la esquina de 15 y C en el Vedado, frente a la embajada china. En aquella oficinita, Jesús Rodríguez, junto con el amigo Jesús Suárez, hacían la revista bajo el ojo vigilante de Honorio Rancaño. Me sumé al esfuerzo voluntariamente y ayudé con la revisión de galeras, de comentarios de partidas y con traducciones de artículos. Entre cuentos, chismes y chistes pasábamos las tardes y de ahí nos íbamos para El Jardín o para el destartalado Boulevard 23 a engullir algo. Luego, cada uno para su casa.

Jesús Rodríguez decía vivir en Centro Habana, pero nunca visité su casa. Me contó que siendo un adolescente en los años cincuenta, deambulaba por las calles y los corredores de La Habana y se ganaba la vida jugando “rapid transit” (partidas a cinco minutos o menos), en el Club Capablanca o en un bar cuyo nombre no recuerdo. Al final del día, el dueño del bar le servía un sándwich y un vaso de leche y luego dormía donde la noche lo cogiera. Frecuentaba los clubes nocturnos desde Luyanó hasta el Vedado y tenia mil anécdotas que contar. Su situación no mejoró mucho después del 1959 y a pesar de su talento, era mirado con reserva por los dirigentes del deporte cubano. Fue campeón nacional en los años 1969, 1971 y 1972, obtuvo el título de Maestro Internacional en 1972 y participó en varias olimpíadas de ajedrez como parte del equipo cubano, sin embargo ni viajó con la frecuencia de otros menos merecedores ni obtuvo ningún tipo de prebenda material. Aparte de sus “desviaciones ideológicas”, no era inusual que Jesús propusiera tablas en una partida en la cual su posición era favorable si la partida se prolongaba y se acercaba la hora de acudir a una cita con una mujer.

A pesar de su confesado bajo nivel de instrucción tenía un conocimiento ilimitado de música clásica, siempre sintonizada en su oficina de Jaque Mate, y le gustaba apostar cuántos segundos le tomaba identificar una obra clásica cualquiera si alguien le tarareaba cualquier fragmento. En 1968, tras un viaje a Europa, se apareció con un ejemplar de Tres Tristes Tigres, la primera edición de Seix Barral. Yo no tenía idea de quién era Cabrera Infante y fue así como no solo me leí el libro y empecé a conocer su obra, sino que Jesús nos hizo, a Suárez y a mi, decenas de anécdotas sobre el escritor, a quien conoció oyendo a Freddy en los años cincuenta.

Con el tiempo me fui alejando del ajedrez y nos veíamos con menos asiduidad. Jesús había nacido en 1939 y yo era once años mas joven, por lo que las distintas etapas de la vida nos llevaron por caminos diferentes, pero nunca perdíamos el contacto. Una tarde de junio de 1978 nos reunimos en casa de un convaleciente Jesús Suárez a jugar cartas, a tomar y a conversar. También se encontraba allí ese día Eleazar Jiménez y no se me olvida que en el octubre anterior habían tenido la oportunidad de ver en México, por televisión, la pelea entre Mohamed Alí y Earnie Shavers, que se supone haya sido una de las mejores peleas de todos los tiempos.

Tras hablar de la pelea en detalle, Jesús le preguntó a Eleazar: “¿Qué tu crees que pasa si Alí pelea con Stevenson?”, a lo que un tajante Eleazar respondía: “Lo mata, Jesús, lo mata”. Frase que a todos nos dio mucha risa, sobre todo por lo convincente que sonaba Eleazar y que aun usamos mi amigo Luis García y yo cuando nos cuestionamos el resultado de algún evento deportivo.

La última vez que hablé con él fue por teléfono, en 1989. Había conseguido un viaje a dar unas
clases de ajedrez en México y se encontraba de visita en casa de Suárez, que ya para entonces se había exilado en ese país. Ya hacía años que no competía y le había dado un infarto (o dos). Le pregunté la razón por la cual no se quedaba, ya Suárez le había insistido, pero nos dijo que había tenido dos hijos y no los quería dejar, y que toda su vida había sido muy cobarde, que lo debió haber hecho antes, pero que ya estaba muy viejo y enfermo para ello. Nunca supe cuáles eran sus problemas del corazón, pero le dieron más infartos y murió dicen que de insuficiencia cardíaca, en 1995. No me enteré hasta unos meses después, como una de esas noticias misteriosas que salen de Cuba en boca de alguien y uno se ve obligado a confirmar llamando a varios amigos, quienes a su vez no están seguros de la validez de la información. A los perdedores se nos hace difícil luchar contra el olvido. Sin embargo, recientemente me enteré que ya hace al menos un par de años, unos jóvenes comenzaron a organizar, en el Club Capablanca, un torneo anual en su memoria.


Roberto Madrigal