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Sunday, June 24, 2012

Símbolo y contexto


Acabo de leer una novela del narrador alemán Peter Schneider titulada Couplings (1992).  La trama se desarrolla en el año 1985 y ocurre mayormente en un café de Berlín Occidental llamado The Tent en el cual se reúnen diversos intelectuales de una variopinta fauna marginal que discuten sobre política, literatura y cotidianidad  siempre bajo la presencia asechante del Muro de Berlín, que se encuentra a unos metros del café. Sin ser una novela política, el Muro se erige en la obra como una presencia omnívora que divide los sentimientos y los ideales de los personajes. Una barrera contra el libre flujo de las ideas y a veces un sitio perfecto para que un encuentro sexual se convierta en una audacia lúbrica de sadomasoquismo político. El Muro, ominoso e inmóvil es un potente símbolo de represión pero también de convite a la lujuria espeluznante.

Al igual que los personajes de Couplings, yo también puedo tomarme un café frente al Muro de Berlín, al menos frente a un pedazo del mismo, pero en la plaza Speyer, en la calle 53 y la avenida Madison en New York. Tras su derrumbe, el agonizante gobierno de la ya desaparecida República Democrática Alemana se lo vendió al gigante de bienes raíces Tishman Speyer, quien es (o era hasta el otro día) el dueño de la plaza. Es solo un fragmento de veinte pies de alto rodeado de unas mesas en las cuales se sientan turistas, vagabundos y curiosos por igual, muchos de los cuales no tienen la menor idea de lo que enfrentan. A mi me conmueve verlo y tocarlo, incluso ahí, ya reducido a fetiche, pero por supuesto es lo que convoca de mi experiencia personal lo que me hace reaccionar ante él casi como uno de los personajes de la novela.

Hace unos años, deambulando por el Boulevard de la Pétrusse, cerca de mi hotel en Luxemburgo, veo a mi derecha una bella mansión, mucho más llamativa que las que la rodean, que está aparentemente en restauración. Las puertas están abiertas de par en par, invitando a gozar de su interior. Sin pensarlo dos veces entro sin reparar en una placa incrustada en uno de los pilares de la entrada de la calle. Una vez en el inmenso y majestuoso salón, que está onerosamente vacío, comienzo a sentir una rara ansiedad, como algo que me aprieta la garganta. Todo a mi alrededor es hermoso en su desnudez, no hay adornos en la paredes, no hay presencia humana, es como un recinto del cual los seres humanos se han escapado. Un poco confundido trato de encontrar a alguien a quien hacer aun no sé qué pregunta. Pero tras unos minutos durante los cuales me muevo entre pasillos y habitaciones en los cuales no hay un mueble, ni un cuadro, ni una persona, solo escaleras de pintor, con cubos y brochas colgados, decido irme. Salgo y leo la placa que dice: “Villa Pauly, antiguo cuartel general de los SS en Luxemburgo. Aquí se interrogaron torturaron y asesinaron centenares de personas durante la II Guerra Mundial”. Me entero que hoy funciona como un centro de investigación y documentación sobre la resistencia antinazi. Es curioso que esa visión de aquella sala me remitió después al salón donde ocurre la orgía en Eyes Wide Shut, la película de Stanley Kubrick.

Hace mas de treinta años, en Cuba, vivía seducido por el mar. Para mi era lo que me impedía salir a la libertad pero también era el camino posible para llegar a ella. El horizonte era la línea tras la cual la imaginación comenzaba. No concebía vivir alejado de esa entidad contradictoria que se me antojaba como el mar que describe Reinaldo Arenas en su novela Otra vez el mar, cuando dice: “…aquí está el mar que tus ojos no podrán interpretar” y como “estruendosa carcajada, furia en constante acecho”. Por muchos años he vivido a cientos de millas de distancia del mar, algo impensable para mi entonces, lo veo, desde la orilla, quizá una o dos veces al año cuando más. No lo extraño ya, cuando lo encaro hago un esfuerzo consciente para evocar emociones o recuerdos, pero ya no me mueve ni me conmueve. Solo observo su belleza y sus estados de ánimo. Se ha convertido también, para mi,  en un fetiche.

Roberto Madrigal

Sunday, June 17, 2012

Con las medias puestas



A finales de los años setenta, un grupo de amigos decidimos celebrar una especie de “Festival de Películas de Relajo”, que era como entonces se conocía popularmente al cine pornográfico. Nos motivó el hecho de que un amigo se había encontrado con unas cuantas películas de relajo filmadas en Cuba y en México en los años veinte y treinta. Todas eran copias de ocho milímetros, silentes y en precario estado. A ello se sumó el entusiasmo instigador de un no muy cercano conocido nuestro, llamado Máximo Palenzuela, quien ofreció aportar algunas películas que obraban en su poder y un proyector de ocho milímetros.

Con las dificultades técnicas resueltas, decidimos que la sede del evento sería la casa de Rafael Saumell, quien por entonces era el guionista del segundo programa más popular de la televisión cubana, Todo el mundo canta (al cual solamente superaba en popularidad Para bailar), porque contaba con una amplia sala que él había acomodado para reuniones y descargas. También contaba con un espacioso portal techado que por meses fue la residencia temporal de El Caballero de Paris.

La noche del evento comenzó con un aguacero torrencial que no paraba y empapados, llegamos finalmente a la casa, entre otros, Jorge Posada, Juan Carlos Granados, Ricardo Oteiza, Ernesto Horschek, el ya mencionado Máximo Palenzuela y otros que no cito por motivos de salud, ya que aun viven en Cuba.

Una vez montados los equipos y las películas, nos enfrentamos al primer escollo. La casa de Rafael quedaba en la calle 124, entre 49 y 51, a una cuadra de la Plaza de Marianao, que por entonces era un constante hervidero de gente, ya que era el final de la ruta de muchas guaguas y el comienzo de la ruta de otras. Ahí hacían transferencia los que iban o venían de La Habana Vieja, La Lisa, Bauta, Arroyo Arenas, Mariel, Pinar del Río, Punta Brava, Vedado, Lawton, Rancho Boyeros y muchas otras localidades. El interminable diluvio hizo que la pasajeros que esperaban sus rutas en las paradas al descampado,  buscaran refugio en el portal de la casa y, como es todo en Cuba, se pusieran a mirar al interior a través de las persianas, que no cerraban perfectamente y que nos obligaron a poner sábanas, toallas y cuanto trapo estuviera a nuestro alcance para bloquear la vista. Por supuesto, ante las interminables esperas, muchos tocaban a la puerta pidiendo un poco de agua o hasta una cachada de cigarro.

Finalmente, entre interrupciones, buches de Coronilla y pedazos de pan viejo, pudimos ver unas seis o siete peliculitas, bastante cortas y de pésima hechura, pero de tan ridículas divertidas, un cruce auténtico entre el camp y el kitsch.

Palenzuela, que era el más entusiasta, apareció después, en mayo de 1982, como uno de los testigos principales que el G-2 presentó en sus acusaciones contra Rafael Saumell, incriminado por intentar de sacar del país “clandestinamente” su obra literaria, a través del cónsul francés. En el juicio, Palenzuela citó, como elemento crucial de diversionismo ideológico, el festivalito de cine de relajo, así como la novela inédita de Posada, titulada entonces alternativamente La Habana es una mierda o Los fieles rompen demasiado, que estuvo en manos de Rafael y que sí logró sacar a través del cónsul. Varios años de cárcel le costó todo esto a Rafael, quien afortunadamente hace años que ejerce como profesor en Sam Houston College y quien ya pudo publicar su novela En Cuba todo el mundo canta.

Pero lo que más me llamó la atención en todas las películas que vi, fue que el personaje central masculino, así estuviera en apretado combate carnal con una obesa masiva con sus masas desparramadas sobre su cuerpo, o lidiando apretadamente entre un enano, una chiva y una flaca ajada, o enfrentándose a una mujer joven y de carnes macizas, en medio de unas camas destartaladas o sobre unas sillas desvencijadas, a veces en calzoncillos y camiseta, otras solamente en calzoncillos, otras en solamente en camiseta, otras completamente desnudo, estaba siempre (y acentúo con redundancia, sin excepción) con las medias puestas.


Roberto Madrigal

Sunday, June 10, 2012

Adiós al Doctor Fantasma



Nunca escuché su nombre mientras viví en Cuba. Perdonen la ignorancia pero quizá se deba en parte a que se fue en 1968 y por lo tanto fue proscrito por la oficialidad, convirtiéndose en un innombrable fantasma literario. Por otra parte, los de mi generación a quienes me asociaba en mis años formativos no éramos afines al origenismo. Nuestras influencias y referentes mas inmediatos eran la literatura norteamericana, los escritores del boom, la poesía conversacional y,  de Cuba, principalmente Padilla y Cabrera Infante. La otra gran influencia era el cine, que sumaba a la palabra el efecto inmediato de la imagen.

Bien lejos estábamos de un grupo literario tan de cenáculo y tan involucrado con el catolicismo. Lezama y Eliseo Diego eran la excepción. El resto de los origenistas se nos antojaban y todavía a mi se me antojan, como escritores menores, poetas de una sola cuerda.

No fue hasta finales de 1980 que tomé consciencia de la existencia de Lorenzo García Vega, cuando Manuel Ballagas me llevó a conocer a Carlos M. Luis, que estrenaba una galería de arte en Coral Gables y que recién llegaba de New York.

En 1984 cuando editaba la revista literaria Término, me llegó un texto muy original, un escrito a dos manos realizado por Miñuca Villaverde y Lorenzo García Vega que apareció en el número 7 de la publicación. Ya para entonces conocía mucho más de la obra de García Vega.

Claro que también debía su relativa oscuridad a la forma en la cual arremetió contra los mitos de su propia generación. Ajustó cuentas con lápiz de plomo firme y dio pluma por pistola en abundancia. De él me hablaron elogiosamente y de manera incansable, mis amigos Carlos Victoria y Nicolás Lara. A instancias de ellos terminé adquiriendo Los años de Orígenes y El oficio de perder, libros que aun ojeo y hojeo con frecuencia, pero que nunca he leído en orden secuencial, aunque los he leído completos. Su prosa de frases e ideas inconclusas me fatiga, no acepto la justificación que se hace a partir de sus problemas psiquiátricos, ya que Hemingway, Scott Fitzgerald y Cabrera Infante sufrieron de dolencias similares. Pero siempre me han atraído su sinceridad iconoclasta y su inclemente ángulo provocador. No hay duda de que fue un escritor único.

Pero en los años ochenta, antes de internet y del despegue del periodismo en español en los Estados Unidos, era difícil obtener información sobre él. Muchas veces le pregunté a mi amigo, el ya fallecido escritor Rogelio Llopis, contemporáneo de García Vega, quien vivió por muchos años en Cincinnati y que sentía un desprecio olímpico por los origenistas, que me contara algo acerca de él y lo único que obtenía como respuesta era un “Coño, chico…” y una carcajada sarcástica, sazonada con la sorna que conceden unos cuantos tragos de scotch.

En 1984, durante una visita a casa de mi amigo Jorge Posada, en Elizabeth, New Jersey, apareció Heberto Padilla acompañado de Vicente Echerri. Comenzamos a beber vodka y no sé cómo salió el tema de Garcia Vega, pero se le dieron vueltas al asunto. Unos cuantos tragos después, mientras Echerri iba al baño, Padilla se inclinó hacia nosotros y vodka en mano y con guiño cómplice nos dijo:

-¿Quieren que les cuente cómo se inició García Vega en la literatura?

Asentimos.

-Pues él era boticario- continuó Padilla a media voz-. Lezama lo visitaba en la botica y para enamorarlo le recitaba poemas. Un día se le quedaron unos manuscritos en el mostrador y Lorenzo los leyó y cuando terminó se dijo: “Esta mierda la puedo escribir yo”, y se metió a poeta.

Padilla soltó una risita y en eso llegó Echerri.



Roberto Madrigal

Sunday, June 3, 2012

Resurgencia del neoconductismo


Burrhus Frederic Skinner (1904-1990) y Albert Bandura (1925), son considerados dos de los cuatro psicólogos más importantes del siglo pasado, junto con Sigmund Freud y Jean Piaget. Mientras que hoy en día las teorías de Freud resultan más apropiadas para alimentar la imaginación artística que los tratados de psicología moderna y los trabajos de Piaget se limitan a resonar en los curriculos especializados de quienes estudian la psicología del desarrollo cognitivo, las ideas de Skinner y Bandura han trascendido a influenciar grandemente los programas institucionales de los sistemas educativos y de salud social.

Skinner desarrolló el concepto de “condicionamiento operante”, llamado por muchos Neoconductismo para diferenciarlo del conductismo tradicional de Watson y de Pávlov. De sus estudios concluyó que el hombre, al igual que los animales, tiende a repetir conductas por las cuales es recompensado. Sin quererlo, trazó una radiografía del conformismo social. A diferencia de Pávlov, entendió que había una entidad mediadora entre el estímulo y la respuesta, lo cual concede al ser humano la capacidad de influir sobre su ambiente y asi evitar ser completamente determinado por el mismo. Bandura empezó como neoconductista pero luego desarrolló la teoría del aprendizaje social, que puede simplificarse como un conductismo socialero en el cual el individuo aprende el comportamiento social imitando los modelos positivos que la sociedad le presenta. Nike, Gatorade, Lancome, Mao, Castro y los sistemas de educación modernos se han apropiado de estos conceptos y los han utilizado en sus campañas y programas para moldear la mentalidad de la gente, sean estos clientes, educandos o mansos ciudadanos.

En un reciente artículo para la revista mensual The Atlantic, aparecido en el número de junio de 2012, David Freedman ilustra las aplicaciones de las teorias de Skinner a los programas de dieta como los de Weight Watchers y demuestra como para que las técnicas de modificación de conducta resulten efectivas, el ser humano tiene que renunciar al libre albedrío, al menos en lo que a sus planes específicos se requiere.

En 1961, tras visitar la entonces llamada Leningrado, el escritor inglés Anthony Burgess, inspirado en el repudio al sistema social que allí había visto, escribió La naranja mecánica, con la cual intentaba también atacar las teorías conductistas de Skinner, muy en boga por aquel entonces. En esta excelente novela, un grupo de jóvenes anarquistas ultraviolentos son finalmente apresados y reeducados mediante el uso del condicionamiento conductista. De esta manera aprenden a comportarse como conformistas y el estado remunera su conducta. La obra de Burgess es una compleja crítica del totalitarismo pero cuando Stanley Kubrick la llevó al cine en 1971 la convirtió en una simple crítica a la violencia y la despojó de su idea original. La película hoy se ve muy envejecida, pero en su momento se consideró como un filme “importante”, en medio de las guerras del sudeste asiático y el libro de Burgess comenzó a ser conocido precisamente por lo que no era. Injustamente, la novela pasó a ser una moda pasajera de la época y de la épica hippie. Hoy se lee más como curiosidad que como la obra importante que fue y hasta cierta medida le ha robado atención a este excelente escritor, autor de una pequeña obra maestra, TheDevil’s Mode, basada en un imaginario encuentro entre Shakespeare y Cervantes.

En la escuela de Psicología en la cual me tocó estudiar, Skinner no se instruyó más allá de un par de horas, una en el curso introductorio de Psicología General y otra en el de Historia de la Psicología (Bandura empezó a desarrollar su trabajo en 1973 y yo terminé en 1974). Ninguno de sus libros o trabajos cientificos se encontraba a nuestra disposición. No supe hasta mucho después que en 1948 había publicado una novela, Walden Two, en la cual se narraba la utopía de una sociedad experimental en la cual se seguían los principios psicológicos de obediencia social y los habitantes podían disfrutar pacíficamente de las artes, la salud, la confraternidad y el ocio. Como toda utopía que se respete, contó entre sus seguidores la comuna de Jonestown en Guyana, que terminó en un horripilante suicidio colectivo y la de David Koresh en Waco, Texas, estos últimos unos suicidas que alcanzaron su propósito gracias a la incompetente actuación de la entonces Fiscal General Janet Reno. Siempre me extrañó que en Cuba no se le diera más promoción a la teorías de Skinner, ya que me parecía que eran lo que el gobierno tenía como línea modélica de su política interna de represión.

En 1974 cayó en mis manos un ejemplar de La naranja mecánica. La devoré en un día y la ubiqué en un altar imaginario junto a 1984, Rebelión en la granja, Un mundo feliz y Flecha en el azul. Se me antojaba una de las obras más importantes de las que tocaba el tema del antitotalitarismo. La ironía final de la novela, cuando el personaje antes de cambiar de verdad se burla del sistema mediante una conveniente hipocresía me iluminó el aspecto por el cual la obra de Skinner no era mejor difundida en Cuba.

Aunque las teorias de Skinner son muy útiles a los totalitarismos y a todos aquellos que se empeñan en controlar el pensamiento de las masas, sea para propósitos de dominación politica como de dominación cultural y comercial, siempre dejan un resquicio de esperanza. Su novedad con respecto al condicionamiento pavloviano tan utilizado por los soviéticos, es que presenta la noción de que el hombre puede actuar sobre su ambiente haciendo caso omiso de los estímulos del sistema y buscando nuevos estímulos. O sea, se puede apagar la televisión, destruir el panfleto, cerrar el libro y salirse del cine. Se debe buscar el estímulo en otra parte, se puede aspirar a algo distinto. En esto hay un pequeño guiño al ejercicio del libre albedrío. Es un respiro contra el determinismo social.

Roberto Madrigal